e diel, 6 qershor 2004

De Elena Zuasti

Las crisis vocacionales de Eduardo…

Eduardo siempre fue un apasionado lector de teatro, género que a muchos consecuentes lectores de literatura no les atrae mayormente, prefiriendo abiertamente la narrativa (puestos a hablar de los géneros literarios que “cuentan” historias). El leía teatro y su imaginación se echaba a volar trasladándolo a un mundo de fantasía, del que luego de terminada la lectura, le costaba mucho o simplemente no quería desprenderse.

Cuando algunos de esos textos en los cuales había “viajado” con tanto placer, le era ofrecido para ser llevado a escena bajo su dirección, Eduardo comenzaba un estudio minucioso, no obviando ningún detalle; si la pieza era de origen no hispano, controlaba la traducción, a veces hasta la exasperación comparándola incluso con otras traducciones a lenguas diferentes (francés, italiano, inglés), en el afán de no perder ningún matiz posible. Terminada esa etapa trasladaba su mundo de fantasía al escenario real e imaginaba los espacios, los vestuarios, los físicos y los rostros de los personajes… que dibujaba incansablemente en hojas de papel, o en servilletas de confitería… El super-objetivo o mensaje final, lo había tenido siempre claro desde la primera lectura.

Luego se reunía con quienes iban a acompañarlo en la aventura, técnicos y actores, y con ellos divagaba con entusiasmo tratando de comunicar a sus compañeros, los universos que había entrevisto en las lecturas de esa obra.

Finalmente llegaba el día de comienzo de los ensayos… pasaba un día o dos, a lo sumo una semana, y Eduardo caía en una crisis vocacional. Pedía a gritos un “año sabático”, cuando no renegaba de su decisión de vida, o pre-anunciaba su retiro definitivo de las tablas. Largas sesiones de “Oro del Rhin”, frente a humeantes tazas de té, “tiritas calientes” y “pretzels” se realizaban diariamente, buscando solucionar y dar fin a esa “crisis” que no era otra cosa que el dolor de la adaptación de un “sueño” a nuestra realidad teatral (recursos escasos, actores que no reflejaban exactamente el personaje imaginado, exigencias burocráticas que enlentecían y entorpecían la puesta en escena, etc.) Él, como director, permitía y auspiciaba la propuesta actoral y la propuesta técnica, y a veces, el ensamblado de los distintos puntos de vista, lo agotaba. El proceso de unificación era largo o corto; cuando culminaba, Eduardo superaba su “crisis vocacional”, y se lanzaba de lleno al trabajo con entusiasmo.

Los ensayos eran rigurosos, extensos, tanto en duración como en profundidad. Era muy sutil en la marcación de forma de no dañar la propuesta actoral y sacarle el máximo partido. El actor se sentía seguro, cuidado, corregido con severidad y benevolencia.

A pesar del rigor que toda esta segunda parte del proceso suponía, siempre estaba su buen humor campeando por sobre todos, para alivianar tensiones o simplemente tener un divertido momento de desahogo y esparcimiento.

Hacia el estreno, la “crisis vocacional” había quedado totalmente olvidada… hasta el próximo título.

Elena Zuasti

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